sábado, 19 de octubre de 2013

Escucha al mundo con otros ojos

Allí sentado se le volvía a ver joven aún por sus muchas arrugas y cicatrices, gajes del oficio de la vida. Sentado en ese banco azul desgastado con la pintura hecha trozos. Y yo le observaba, me gustaba observarle desde debajo de aquel árbol al que solía ir a leer o a escribir.
Recuerdo el primer día que lo vi sentarse en aquel banco frente al río. Era una tarde de octubre en el que el frío empezaba a notarse en los jerséis en los que la gente se envolvía para salir a la calle, al bullicio, al mundo real. Mas aquel hombre parecía ajeno a todo eso. Supongo que tendría demasiado en que pensar, recuerdos que permanecen en el fondo del alma al igual que los posos en las tazas de café.
Permaneció allí veintitrés minutos, ni uno más ni uno menos. Ritual que se repetía el jueves de la tercera semana de cada mes.
No podía evitar sentir curiosidad por aquel hombre, por su historia, por el motivo de su visita a aquel banco azul desgastado durante veintitrés minutos el tercer jueves de cada mes.
Tras medio año observándole, decidí probar suerte sentándome a su lado, participando de esa extraña costumbre. Al sentarme las maderas del banco crujieron un poco bajo mi peso haciendo que el hombre girara su cara hacia mí. Aquel hombre era ciego. Sus ojos, aún pareciendo mirarme no veían nada.
-Buenas tardes -murmuré, observando aquellos ojos color agua.
Él haciendo un gesto con la cabeza respondió a mi saludo. Y siguió mirando al frente.
Cerré los ojos e inspiré profundamente. Cuando de pronto, lo escuché. Era el canto de un pájaro. Una música suave que interpretaba una melodía la cual nunca me había detenido a escuchar. Seguí escuchando aquel precioso sonido cuando el vaivén de las hojas meciéndose en las copas de los árboles empezó a envolverme. Escuchaba como caían al suelo tras alzar el vuelo por primera vez. El agua vino luego, la oía moverse entre las rocas de aquel pequeño río, con fuerza, arrastrándome a mí con ella a lugares imaginarios, a tierras desconocidas, a sueños aún no cumplidos, a amores no correspondidos, a placeres ocultos, a días de sol y alguno que otro de tormenta, a sonrisas ocultas, a cielos repletos de estrellas, a otras épocas, a otros tiempos. Aquellos veintitrés minutos hicieron que me diese cuenta de la belleza de la vida, de la inmensidad del mundo. Tras ese hermoso descubrimiento, el tiempo se agotó, y con él, la marcha de aquel genio de ojos color agua.